Hablemos el dialecto del amor:

EL IDIOMA PUENTE.

“Háblame como si tuviera 2 años” es la frase muletilla de Joseph Miller, el único abogado que se atrevió a desafiar sus propias limitaciones, para representar a un cliente en una causa difícil. “Filadelfia” es una de las películas de principio de los años noventa que viene a mí cada vez que necesito comprender algo con claridad. Porque, entendámoslo, no se trata del grado de intelectualidad al que podamos llegar cuando de contar se trata, contemos lo que contemos; la cosa viene de la mano de la cercanía, de lograr que nuestro mensaje sea asequible para el otro.

El interlocutor de esa genialidad que desafiaba cualquier diálogo, era un personaje ávido por comprender la necesidad de su cliente e invitaba con esa fórmula [en la que la edad del niño variaba según la complejidad del tema] a co-crear un dialecto de entendimiento, palpable y dúctil, de texturas simples y amables.

Se metió por mis fisuras, recorrió todos mis rincones. Fue el éter que, años después, gestó el “idioma puente” [creación mundopimpiana, inspirada por tantos].

Muchos insisten en afirmar que, para comunicar de manera efectiva, debemos hablar el idioma que habla la audiencia a la que me dirijo. Nunca me terminó de cerrar esa máxima. Así las cosas, un día, con muchos renglones de escritura manuscrita en mi haber, salió esta construcción.

Imaginemos cómo sería hablarle a un niño de 2 años, tal y como habla un niño de 2 años… ¡Ridículo!

En cambio, creo que los que tenemos el desafío cotidiano de hablarle a un niño, sabemos que le hablamos con nuestro lenguaje, acercándolo con suavidad. Es nuestro propio idioma con toda la atención puesta en el que escucha, para acercárselo, para “hacérsela fácil”. Palabras simples, muchas imágenes, ejemplos de su vida cotidiana.

Funciona igual con adultos: que mi mensaje sea un puente que llegue hasta vos, sí, pero de ida y vuelta, con un “área de servicios” en el medio, en el que podamos encontrarnos y sentarnos en un rincón cálido y placentero, para compartir un rico café.

Charlemos ahí, en esa mitad de camino, con la comodidad de tener en nuestro haber medio camino recorrido, y el misterio del medio camino del otro, por recorrer con sus palabras.

Sentime que te cuento, me decía siempre mi abuela cuando quería mi atención con todos los sentidos. Clavaba sus ojos en los míos y empezaba a contar. Siempre le entendía, porque se quedaba en mis ojos un rato, usaba palabras quietas, de esas que no corren por el cerebro como roedores, de esas que se sientan en canastita frente a un hogar y se balancean con el suave crepitar del fuego. Contame que te siento, es la vuelta. Es escuchar. Es jugar con walkie talkies y entender que si presiono el botón hablo, y si lo suelto, escucho. Que no hay forma posible de hacerlo en simultáneo, por más que el fantasma del multitasking nos persiga.

Ese es el idioma que conecta. El que calma, el que espera. El que mira a los ojos y tiende un puente maravilloso.

Cuando escucho [o leo] seres humanos adoptando discursos deshumanizados como contestadores automáticos, que miran al horizonte y no alinean su vista con la mía, me alejo. Con más o menos consciencia, todos lo hacemos.

Repelemos aquello que nos provoca distancia, que nos enfría y abrazamos todo lo que nos recuerda a aquella manta suave y calentita que nos espera en ese momento del día que nos sacamos los zapatos.

El idioma de la narrativa consciente es idioma “puente”. Yo te hablo a vos. Sí, a vos. Con mi idioma, pero mirándote a vos, pensando en vos, con la intención de que nos entendamos. No voy a hablar como vos, porque eso implicaría dejar de ser yo misma. Y vos querés escucharme a mí. Y yo quiero escucharte a vos.