De aromas y rituales narrativos

¿A qué huele tu historia?

Contar historias es un arte, sí, pero no porque esté reservado a algunos prodigios que manejen mejor el lenguaje, sino porque conecta con todas las fibras sensibles del que cuenta, y también del que escucha.

Que cuentes una historia habla de vos [para mí, ¡muy bien!], de tu apertura, de tu generosidad, de tu transparencia, y de tanto más; porque nadie sale “indemne” después de narrarla, [y mucho menos de escucharla]: se mueven tus fondos, rebota en tus resortes; aunque lo que cuentes esté ficcionado, dejá de darle vueltas al asunto: cada vez que contamos, NOS CONTAMOS, a nosotras, y a todas.

Cuando elegimos ciertas palabras en vez de otras, el tema a compartir, con quien compartirla: no existe engaño suficiente, al menos no que dure más de una historia.

Si mentís, se notan los hilos. A veces en la literalidad, otras en el interlineado. El lector lo percibe siempre, con más o menos consciencia de hacerlo: lo sabe. Por eso, si el engaño es tu intención, no es por acá [cuidado con mi gata, que es negra y se puede cruzar].

Pero si en cambio, querés contar algo que se prepare con mezcla propia, sentime que te cuento: contar bien tu propia historia, hace la diferencia. Aparecerán adeptos al fogón, y huirán aquellos que sufren con tu verdad, y está muy bien: a ellos, no los necesitás [y ellos tampoco a vos]. Las historias te sirven para sincerar tu comunidad ¿Son ellos cómplices de tu propósito? Creeme si te digo, que, de éstos últimos, vas a necesitar algunos. Sí, bien pensado, la vida es mejor con club de fans ¡Que no se trata de ego, mujer, sino de amor de verdad!

Mi propia historia huele a camino y a sus huellas, mezclado con el “ylang-ylang” al que olía el spray marca “Roby” que usaba mi abuela. Imagino, entonces, que por momentos huele a hierbas frescas, y por otros a tierra, mojada o seca, dependiendo de las aguas que mueva la tormenta. Porque ¡guay!, sí que hay tormenta. No hay rosas ni geranios autóctonos, pero cuando suda la lavanda, agarrate fuerte, porque emborracha.

Cuando yo te cuento esto, a vos te pasa algo, y me atrevo a decir que no es indiferencia; eso hace que te quedes o te vayas, y cualquiera de las dos opciones, estará bien. Lo que no está bien es que no lo cuente. Porque lo siento, primero, y porque es “taaaannn mi mundo” contarlo que, de no contarlo, no sabría para que estoy aquí, escribiendo estas líneas.

Así funciona con todo: la primera cita, la primera reunión con un cliente prometedor, los posteos en redes, el discurso en un evento, el networking, el ascensor compartido con un vecino. Pierde el que calla, no porque otorgue, sino porque se pierde el placer de conectar y lo que sucede después, inexorable y por añadidura: la confianza. Ese puente indestructible, del que nos habla Benedetti desde su poesía.

El vehículo para hacerlo es casi siempre la palabra, aunque no cualquiera. Las que integran la bolsa hueca del “contestador automático” que les salta a tantos para aburrir a todos, no dicen mucho. Y aunque la imagen tenga mejor prensa, la palabra justa, en el momento preciso, abre portales que surcan los tiempos.

Ábrete Sésamo, Bi-bi-di bá-bi-di bú… ¿Acaso necesitamos más pruebas? Para muestra, sobra un botón, dice mi vieja.

 Que los silencios sean para el énfasis o el suspenso, no para el vacío. Que convoquemos a reflexionar y no a la incertidumbre. Que guiñemos un ojo, y que no le cerremos al otro el acceso a la esperanza ¡Que tengamos y donemos! Al menos esa chiquita y simplona, de la luz titilando en el zaguán del vecino, cuando la soledad nos marcó la puerta. Que así sea.

¿Qué creés que contás cuando no contás? Si creés que nada, llamemos a “Houston”, porque tenemos una “situation”. La nada es un fantasma: debajo de la sábana no hay nada, es verdad, pero todos corren espantados, alejándose, cuando ven una sábana flameando, tapando esa “nada”.

Por eso, hoy y siempre, te desafío a contar… y como quiero acompañarte, te dejo mi receta de cómo hacerlo con un buen ritual.

¿Lista? Acá va.

Ingredientes:

*Espacio/tiempo, del calmo, sin celular andando.

*Almita inquieta con ganas de contar.

*Lo que sea que te inspire y estimule tus sentidos: humitos, fragancias, velas, talismán…

*Papel y tinta, en la presentación que prefieras.

Preparación:

*Armá la “mise en place”; dispuesta y cómoda, sentate y saludate.

*Relajá los hombros con rotaciones, liberando el peso sobre ellos [y como con los buenos besos, con los ojos cerrados, es mejor], respirando con consciencia.

*Inhalá por la nariz en un tiempo, exhalá por la boca, en dos [es importante soltar todo el aire acumulado, antes de tomar más].

*Escaneá tus sentidos ¿A qué sabe tu boca? ¿Qué escuchás? ¿Qué olés? ¿Qué texturas podés tocar? ¿Qué ves cuando cerrás los ojos? ¿Qué percibís? [sí, escaneá también el sexto, que seguro te tira letra].

*Abrí los ojos y volvé a mirarlo todo, pero esta vez, con ojos de niña.

*Tomá la lapicera y empezá a escribir lo que salga [Si no sabés qué, comenzá respondiendo “¿Quién soy cuando estoy siendo y nadie más está mirando?” o garabateá un rato, que en algún momento algo más va a salir].

*Hacelo pensando que nadie más lo va a leer; cuando termines, hace lo que quieras con esos renglones, no sin antes escribir al pie, en una palabra, cómo te sentís.

*Repetí todas las veces que sea necesario.

Tiempo de cocción:

Una hora, a fuego lento, moviendo el fondo.

Como con las tortas: este es el bizcochuelo que todos debemos saber hacer, el infalible. Hay otras recetas, con más detalle y técnica, con propósito y ocasión más definidos, personalizada, para la agasajada, con ingredientes secretos y trucos de la cocinera, es cierto.

Pero con esta, creeme, sale un buen bizcochuelo.

Y entonces ¿Qué sabor tendrá tu historia?