Un cuento a dos voces.

Co-autoras: María del Mar Garnica Otero – Romina Minnucci

 

Estaba oscuro. El cielo era una gran mancha de alquitrán sobre su cabeza. Últimamente había más pensamientos perdidos, que encontrados. Las llaves se movían a sus anchas sin permiso y las calles cambiaban de aspecto, cada tanto que salía a comprar ya no recuerdo el qué

Llevaba semanas o quizás meses, con recordatorios por toda la casa. A veces le eran útiles, otras… se asustaba pensando en la posibilidad de que algún extraño hubiera entrado por la ventana y le estuviera dejando mensajes con algún propósito que ella desconocía.

 

-¿Cuántos años tienes? 

-¡Cuantos voy a tener! ¡19! ¿O es que no sabes los años que tiene tu hija?

 

Tan malhumorada como se puede ser cuando tienes un nubarrón a punto de estallar sobre tí, así se fué hacia su cuarto. 

Al entrar, observó una gran cama de matrimonio, con un cabezal dorado y una colcha de flores y puntilla. Dos mesitas de noche con santos y vírgenes en una, y un marco de fotos con una pareja mayor que no reconocía en la otra. A la derecha, una cómoda con seis cajones llenos de fotos, pañuelos, camisones, fajas y enaguas. A la izquierda, un enorme armario de cuatro puertas, dos de ellas, las del centro, eran espejos.

Se acercó como quien entra de puntillas en el cuarto de un extraño. Se puso frente al armario y se encontró con alguien que no conocía.

 

-¿Quién eres tú? ¡Dime! ¿Quién eres? ¿Qué haces ahí metida? -Y la tormenta estalló. 

Entre los gritos y las lágrimas, emergió una fuerza descomunal que descargó contra el espejo.

Marta, sabiendo que iba a volver a vivir la misma situación, salió corriendo desde el salón al dormitorio. Al llegar vió a una mujer fuera de sí misma, con los ojos ensangrentados de furia, con los puños envueltos en cristales y totalmente fuera del mundo real. 

 

-¡Mamá, por favor, para! ¡Mamá, eres tú! ¡Esa eres tú! Mamá mirame soy Marta, tu hija. Mamá respira, tranquila, respira.

 

La mirada de Azucena se había marchado lejos, pero en algún momento de su delirio, se cruzó con una mirada limpia, llena de amor y compasión, una mirada que la trajo de vuelta.



¿¡Hija!? Dijo estirando las letras entre dudas y sollozos. 

 

La veía más grande de lo normal, como si se hubiera perdido una parte de su vida, pero esos ojos eran inconfundibles, llenos de cielo, con destellos fugaces de una tristeza que nunca terminaba de condensar lo suficiente como para ser lágrima.

 

Había algo que la exasperaba. La mujer en el espejo, llena de arrugas y pelos canos como flechas ¡Maldita bruja! ¿Por qué sigues sin hablarme? ¡Habla!

 

-Acá estoy, dijo una voz que retumbó dentro suyo. No me busques más en los espejos, no hace falta que me veas y estalles. Escúchame, puedo guiarte.

 

-¿Guiarme? ¡Pero si yo no voy a ningún lado!

 

– Oh sí, Azucena, que vas, vas. Lo que todavía no decides es el cuándo.

 

Marta la miraba conteniendo las lágrimas. Ya se había acostumbrado a hacerlo y lo había hecho desde que su padre se había marchado a sus 8 años. Ahora veía a esa anciana y sabía que su madre estaba perdida allí dentro, pero no estaba segura de que volvería a verla alguna vez. Se sentía huérfana, aunque no lo fuera. Se sentía vieja, y tampoco lo era. 

 

Sentía cansancio y ganas de que alguien viniera a manotear el tablero, que volaran por el aire las piezas de su vida, que cambiaran sus días que marchaban enfilados y calcados unos con otros. Pero nadie venía, nadie atentaba contra ese juego siniestro en el que estaba presa, nadie…

 

El sonido del timbre zamarreó su queja. Su madre seguía allí, parada sobre sus piernas, pero en otro lugar.

¿Quién sería si el cartero viene los martes y es viernes? 



Dudó en abrir. No creía que fuera el mejor momento para recibir, ni siquiera, una visita equivocada de piso. 

Ante la insistencia del timbre, que retumbaba en sus tímpanos casi como los gritos de la señora que había dejado en el cuarto, no pudo obviarlo y secándose las lágrimas con el reverso de sus manos, se dispuso a abrir la puerta.

Frente a ella, apareció una joven de no más de veinte años. Con una sonrisa dulce y con una sinceridad que solo unos ojos vivarachos como aquellos podrían transmitir.

 

-Buenos días señora. Disculpe las molestias. Estoy haciendo una encuesta por el barrio sobre la calidad de vida. Solo le robaré unos minutos.

 

-Disculpame tu, pero no me pillas en el mejor momento. Mi madre está teniendo una crisis y…

 

-¿Marta? ¡Marta! 

 

La anciana había cruzado el pasillo tan rápido como sus torpes pies le permitieron. Se abalanzó sobre la chiquita que estaba  al otro lado y comenzó a llenarla de besos, ante la incrédula mirada de las dos mujeres. Sus ojos habían tomado de nuevo el color del mar, claros y brillantes. Y sus movimientos eran firmes. Los temblores ahora eran de emoción. 

 

-Mamá, esta no es Marta. Marta soy yo. No asustes a la chica. 

 

Pero Azucena no escuchaba. La abrazaba, se separaba para volverla a mirar, le tocaba la cara y la volvía a abrazar besuqueando todo su rostro. Y casi sin tener tiempo de reacción, la tomó por el brazo metiéndola a la sala de estar.

La joven, sin entender nada, miraba asustada a la hija buscando explicación a este asalto a beso armado. 

Marta, intentando recuperarse del bochornoso momento, intentó decirle que su madre estaba fuera de sí y confusa. Aunque lo que en realidad más le provocaba, era decirle que aquella era su calidad de vida. 

24/7 con una enferma, teletrabajando como operadora en el puesto de incidencias de una compañía móvil,  aguantando los malos modales de los clientes, teniendo hasta que hacer la compra por internet, viendo pasar los años sin recordar ni siquiera cuando fue la última vez que se calzó unos zapatos o se maquilló los ojos. Su único momento de descanso era durante la siesta de media tarde que aprovechaba para ducharse y dejar correr el agua por su cuerpo, eran las únicas caricias que se podía permitir. Una vida tirada a la basura, pensó.

 

El grito de la anciana mientras la joven intentaba escapar, fue lo que la trajo de vuelta a la situación surrealista que estaba viviendo.

Se acercó rápidamente y sin pensar, solo pudo dejar salir de sus labios un susurro: Quédate un minuto, por favor. Sígueme el juego.

Lucía, que así se llamaba la “nueva hija”, encontró en Marta una mirada de socorro y desespero.  Por favor, le susurraba. Y devolviéndole una sonrisa cómplice, volvió a sentarse en la butaca junto a Azucena. 

 

Había llegado a aquella casa con la intención de realizar una simple y rápida encuesta para la tesis final de la carrera,  sobre la calidad de vida por los diferentes barrios de su ciudad, pero no tenía ni idea de cuánto y cómo, le iba a cambiar la tesis y la vida, solo por el hecho de haber tocado aquel timbre.

 

A punto de ser antropóloga, “la carrera más rara del mundo” le habría dicho su padre que era albañil y no entendía cómo era posible construir tanto en el aire, sin una pizca de cemento. Ella, tan llena de ideas y palabras y teorías y gentes en la cabeza, desde pequeña, y toda su familia trabajaba sobre la materia, con sus cuerpos. Nunca fue una niña “como todas”. Siempre retraída, camuflada detrás de sus lentes, callada, de respuestas monosilábicas, pasaba horas en la biblioteca mientras el mundo -el otro mundo, el de la simpleza- sucedía afuera. Lo más excéntrico que había pasado hasta entonces, en esa familia repleta de amas de casa y constructores, había sido su tía Teresa, que era dueña de un salón de belleza y había decidido no tener hijos.

 

Soñaba con viajar y visitar tribus exóticas, en África o en el Amazonas, entender sus culturas, su evolución, sumergirse en ancestralidad, ser experta en ellos, escribir libros, dar charlas por el mundo…

 

-¿Quieres algo para tomar?- le dijo Marta con el cansancio clavado en los ojos como espinas, cortándole la ensoñación- ¿Un café? ¿Un té?…

 

Lucía sintió que le subía el calor a las mejillas y agradeció que nadie pudiera oír sus pensamientos. Se aclaró la garganta y dijo “té” aunque no le gustaba, fue el único sonido que pudo sacar de la garganta.

 

Cuando Marta se fue a la cocina, Azucena clavó sus ojos infinitos en la joven y sin demasiado preámbulo soltó:

-Conque antropóloga y viajada, eh. Ni romances, ni familia, ni nada de nada que te ate a estas tierras ¿De qué huyes, pequeña? No digas, no digas. Dame tu mano, quiero tocarla.

 

Azucena agarró de prepo esa mano pálida con dedos largos, llena de callos de tinta y cerró los ojos, como en trance. Lucía estaba tiesa del pasmo. Le costaba tragar ¿Acaso sus pensamientos habían salido con subtítulos? ¡Pero qué disparate!, se decía. ¡Piensa! ¡Piensa!. Y nada. El cerebro tenía colgado un cartel de “No pasar, piso mojado” y lo único que podía registrar era un torbellino en el centro del pecho y la imposibilidad de moverse.

 

Marta se asomó y preguntó si con azúcar y leche. Lucía asintió con la cabeza y se alegró de al menos poder hacer ese movimiento.

Marta sintió ternura al ver a su madre acariciando la mano de la muchacha con los ojos cerrados. Suspiró, no tenía que apurarse, había alguien más allí.

 

-Sabes, si la hubieras conocido de joven, te hubiera encantado hablar con ella. Era enérgica, poderosa, divertida… Pobre mi madre… -dijo Marta, ya sin mirarlas, mientras esperaba que silbara la pava. 

 

Lucía hubiera querido poder pellizcarse para despertar, de tener más reacción pero no la tenía. Azucena seguía en trance, apretando su mano.

 

El timbre, otra vez.

Azucena soltó su mano y abrió los ojos, hondos y misteriosos.

Marta salió a ver quién era ahora. Un día extraño, sin dudas.

 

El tiempo, otra vez, se movía afuera, en el mundo de la simpleza, pero aquí dentro, como en los libros, estaba pasando otra cosa. El tiempo estaba suspendido; los portales abiertos. Las capacidades motoras, disminuídas. Y por primera vez en su vida, Lucía no podía pensar.

 

Marta volvió por su abrigo. Dijo algo así como vecino/caño/agua. Lucía sospechaba que la frase tenía más palabras pero no había podido oírla completa. Urgente/gracias. Arriba/búscame. Como si se tratara de una lengua extranjera desconocida, entendió el sentido de la partida pero no podía asegurar haber colectado todos los datos necesarios sobre el qué, el cómo y el cuándo.

 

La puerta se cerró detrás de Marta y la pava empezó a aullar, cortando el silencio.

 

-Apaga el fuego y ven aquí de una vez, niña. No hay tiempo que perder y tengo tanto para decirte- le dijo Azucena, vital y enérgica, como si ese cuerpo arrugado que llevaba puesto fuera un disfraz.

 

 

 Dicen los médicos que la demencia senil es el deterioro de las funciones cognitivas causadas por la edad avanzada. 

Dificultad para pensar con claridad, recordar, comunicarse y problemas de comportamiento como puede ser la irritabilidad, agresividad, depresión o ansiedad entre otros. El diagnóstico habla también de esas otras realidades oscuras en las que viven los enfermos. 

En fin, todo un camino lleno de piedras y agujeros negros para desenvolverse de forma independiente en la vida cotidiana. Una situación difícil de sostener, para el que lo sufre en carnes propias y para los que están a su lado.

Vidas paralelas en las que se encuentran atrapados e incomprendidos. 

 

Lucía poco sabía de esta enfermedad. Lo más cercano que había estado de estos enfermos, eran las conversaciones que tenía su madre con la carnicera, acerca de la abuela de esta. 

-Pobre mujer, se ha vuelto loca y se está llevando por delante a toda la familia. Eso no hay quien lo aguante. – Le decía su madre cada semana, mientras colocaba la compra. 

 

Azucena comenzó a hablarle de cuando era joven. Cuántos hermanos eran, con qué amor les contaba su madre historias, como de rígido y autoritario era su padre. También le habló de cómo conoció a su marido y de su vida matrimonial. 

De pequeña soñaba con ser alguien importante, vivir con tres hermanos por arriba y dos por debajo le hacía sentirse bastante invisible, así que sus días transitaban entre su vida real y la imaginaria. 

Pensó que al casarse, podría conseguir liberarse y ser quien deseaba ser, pero se equivocó de época. Todo lo que se esperaba de ella era que fuera una buena esposa, parir un puñado de hijos, esperar a que estos se hicieran mayores y dedicarse después a sus nietos. 

Su cuerpo gestó una única hija, algo que en su entorno cayó como jarro de agua fría. “Seguro que hay algún problema”, “deberías ir al médico”, “una mujer no es completa con solo un hijo”, “tendrías que darle un varón a tu marido”, y así, durante media vida… Ella seguía entre la que era y la que soñaba ser. 

Una mañana, siendo su hija pequeña, al abrir los ojos vió que su marido aún dormía a su lado, por un momento pensó que se había quedado dormido, pero al poner su mano en la espalda para despertarlo, noto el gélido contacto y supo que la había abandonado. 

Después de los primeros días de aquella nueva vida, pensó en retomar su fantasía. Quizás ahora es el momento, pensó. Pero tenía deudas que su marido dejó junto a una pequeñísima paga de viudedad, con la que llenar la nevera hasta mitad de mes. Así que optó por retrasar algo más el Ser y dedicarse al Deber. Así pasaron los años, olvidándose de una Azucena para centrarse en la otra.

 

Lucía escuchaba atenta la historia olvidándose del motivo por el que llegó a esa casa. Le invadía una tristeza y a la vez una ternura que le hacía querer saber más sobre aquella mujer que tenía delante. 

Le hizo pensar en que pudo ser lo que desencadenó esa demencia. 

¿Sería realmente un signo senil? ¿Por qué entonces, toda las personas mayores no lo desarrollaban? ¿Sería culpa de la genética o hereditario?  Por algún motivo se le escapaban las respuestas, y a pesar de lo que decían sus informes médicos, a ella le parecía tan cuerda…

¿Quizás la demencia no era un deterioro de las neuronas, sino la misma persona viviendo en dos realidades totalmente opuestas? ¿Quizás se estaba liberando de una vida ficticia en la que había estado viviendo atrapada? ¿Quizás la locura no es más que la señal de haber vivido una vida que no correspondía? ¿Podría ser la demencia un signo de una vida no satisfecha, condicionada por la cultura, los patrones familiares o las creencias religiosas?  ¿Será que su hija estaría destinada a sufrir el mismo destino por creer que no puede elegir su vida? 

Cada pregunta abría una puerta de inmensas posibilidades a investigar. 

 

Decidió volver tres veces por semana a escuchar las historias familiares de aquella mujer, y las fantasías y anhelos que se quedaron por vivir. 

Tomó notas de la Azucena que vivió y de la que soñó. Aquello le ayudaría a la nueva tesis que presentaría en su final de carrera, acompañaría a Azucena a “vivir” a través del recuerdo la vida que deseó y pactó con Marta la posibilidad de tener tres tardes libres para empezar a recuperar quien algún día deseó ser. 

 

Al pasar el tiempo, comprendió la pregunta de su primer encuentro con Azucena: 

-“¿De qué huyes, pequeña?”.

 

Y en su interior escuchó: 

-“Huye de lo que se espera de tí, y sal en busca de quien eres”.